30 julho 2008



Acho que não dá pra ler nada, né? Bom, é o melhor que eu sei fazer, e pelo menos dá pra ver a figurinha...
O que importa é o seguinte: estréia de Mulheres Fortes em Corpos Frágeis, do Grupo Gaia. Dia 31 de julho, às 21h, no Theatro São Pedro. Os coelhinhos recomendam!

21 julho 2008

Tudo partiu da imagem do “vomitar coelhinhos” que Julio Cortázar nos ofereceu em Bestiario. Nos perguntamos de que maneira poderíamos transformar esta imagem de força poética em um trabalho de dança. O próximo passo foi agregar um compositor e uma artista visual, propondo um trabalho colaborativo entre as áreas.
Mais do que em atingir um resultado acabado, nosso foco se coloca sobre o processo do vir-a-ser deste evento “sobre vomitar coelhinhos”. Cada apresentação é potencialmente diferente da outra, sempre se mantendo fiel aos sentidos construídos por cada um dos artistas no seu processo. O desejo é o de propor ao público a experiência de se permitir compartilhar de um evento que se dá em um espaço-tempo determinado, com a entrega e o descompromisso de quem assiste pela janela a uma cena que se passa na calçada em frente. É nesse ambiente que desejamos oferecer os coelhinhos que encontramos para vomitar.

19 julho 2008

algumas frases

- Vomitar o corpo. Um corpo de dentro do outro.

- A vida anda difícil dentro dessa pele.

- O ar era nauseante, mas me fazia bem.

- Eu me alimento do vômito alheio.

- Cuspindo fora um coração de pipoca...

- E que se construam menos monstros que os já conhecidos.

- Tenho medo de morrer e deixa de sentir o meu corpo. Todos esses corpos.

- E de repente, não se sabe como, um coelhinho sai. Fofo, querido...o desconforto se foi. Agora ele é teu, é teu bebê, e precisas cuidar dele com carinho, deixá-lo vingar.


- Ele apenas veio...e o mar se acalmou.

18 julho 2008

clareza nos olhos
poesia na mão


frescor do sol no meu azul

16 julho 2008

Um som contínuo, um espaço de tempo. Um ponto branco. Um branco (bem branquinho!!). Um cessar do movimento, da respiração.
Odeio o tom pomposo que meu mundo assume quando está escrito. Aquela vaga idéia de que o tempo entrou em suspenso, parou. Eu não quero que o tempo pare só porque resolvi escrever. Que todos parem para ver o que estou fazendo, o que estou escrevendo...um coelho me pressionou a escrever. O meu estômago também.
Quero fugir dessa fuga temporal, apesar de não ter pistas de como.
Contribuindo, um santa alma pediu que eu me definisse - muito suor na camiseta ... já que tenho precisado vomitar esses coelhos!!

respira fundo e vai!!

Fazer tudo isso é tirar uma rolha. Um engasgo do coração. Também um coelho da cartola, só que muito mais crescido do que a cartola...
... posso, de repente, tornar mundo o meu mundo, que é tão névoa...Visualizar reentrâncias se derramando no papel. As minhas. As tuas. "Aqui ó: isso fui eu por alguns instantes" - Uma invenção de si. Uma intenção de si.
Eu preciso chorar quando tudo acontece, mas amargamente (ou doce) resisto. Um medo de esse filho louco ser menos louco que o ventre.

Tornam-se legíveis meus pensamentos, meus sentimentos? Se pudesse ao menos convencer a mim mesma que eles existem. De nada importa que jamais existam além de mim.

13 julho 2008


sobre vomitar coelhinhos


Sobre vomitar coelhinhos é um processo em andamento de criação em dança contemporânea.
Foi um dos três projetos selecionados para a Incubadora de Novos Coreógrafos,
do Grupo Gaia (www.gaia.art.br), e está previsto para estreiar em agosto de 2008.
Este e-mail faz parte de uma ação de arrecadação de chaves que não são mais usadas,
buscando a coolaboração de pessoas que se identifiquem com a nossa proposta.

Uma chave que não se usa mais deixou algo aberto ou fechado. Nosso processo está aberto.

Ficha técnica:
Corpo: Luiza Moraes e Maria Albers
Imagem: Mayra Martins
Som: Tiago Neumann

11 julho 2008

Vomitando: ar


sobre títulos

sobre vomitar coelhinhos também poderia se chamar:
"meudomundoteu"...
(o que mais?)

o longínquo ponto de partida

Carta a una señorita en París - Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafío me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enteraría; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.
Me mudé el jueves pasado, a las cinco de la tarde, entre niebla y hastío. He cerrado tantas maletas en mi vida, me he pasado tantas horas haciendo equipajes que no llevaban a ninguna parte, que el jueves fue un día lleno de sombras y correas, porque cuando yo veo las correas de las valijas es como si viera sombras, elementos de un látigo que me azota indirectamente, de la manera más sutil y más horrible. Pero hice las maletas, avisé a la mucama que vendría a instalarme, y subí en el ascensor. Justo entre el primero y segundo piso sentí que iba a vomitar un conejito. Nunca se lo había explicado antes, no crea que por deslealtad, pero naturalmente uno no va a ponerse a explicarle a la gente que de cuando en cuando vomita un conejito. Como siempre me ha sucedido estando a solas, guardaba el hecho igual que se guardan tantas constancias de lo que acaece (o hace uno acaecer) en la privacía total. No me lo reproche, Andrée, no me lo reproche. De cuando en cuando me ocurre vomitar un conejito. No es razón para no vivir en cualquier casa, no es razón para que uno tenga que avergonzarse y estar aislado y andar callándose.
Cuando siento que voy a vomitar un conejito me pongo dos dedos en la boca como una pinza abierta, y espero a sentir en la garganta la pelusa tibia que sube como una efervescencia de sal de frutas. Todo es veloz e higiénico, transcurre en un brevísimo instante. Saco los dedos de la boca, y en ellos traigo sujeto por las orejas a un conejito blanco. El conejito parece contento, es un conejito normal y perfecto, sólo que muy pequeño, pequeño como un conejillo de chocolate pero blanco y enteramente un conejito. Me lo pongo en la palma de la mano, le alzo la pelusa con una caricia de los dedos, el conejito parece satisfecho de haber nacido y bulle y pega el hocico contra mi piel, moviéndolo con esa trituración silenciosa y cosquilleante del hocico de un conejo contra la piel de una mano. Busca de comer y entonces yo (hablo de cuando esto ocurría en mi casa de las afueras) lo saco conmigo al balcón y lo pongo en la gran maceta donde crece el trébol que a propósito he sembrado. El conejito alza del todo sus orejas, envuelve un trébol tierno con un veloz molinete del hocico, y yo sé que puedo dejarlo e irme, continuar por un tiempo una vida no distinta a la de tantos que compran sus conejos en las granjas.
Entre el primero y segundo piso, Andrée, como un anuncio de lo que sería mi vida en su casa, supe que iba a vomitar un conejito. En seguida tuve miedo (¿o era extrañeza? No, miedo de la misma extrañeza, acaso) porque antes de dejar mi casa, sólo dos días antes, había vomitado un conejito y estaba seguro por un mes, por cinco semanas, tal vez seis con un poco de suerte. Mire usted, yo tenía perfectamente resuelto el problema de los conejitos. Sembraba trébol en el balcón de mi otra casa, vomitaba un conejito, lo ponía en el trébol y al cabo de un mes, cuando sospechaba que de un momento a otro... entonces regalaba el conejo ya crecido a la señora de Molina, que creía en un hobby y se callaba. Ya en otra maceta venía creciendo un trébol tierno y propicio, yo aguardaba sin preocupación la mañana en que la cosquilla de una pelusa subiendo me cerraba la garganta, y el nuevo conejito repetía desde esa hora la vida y las costumbres del anterior. Las costumbres, Andrée, son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir. No era tan terrible vomitar conejitos una vez que se había entrado en el ciclo invariable, en el método. Usted querrá saber por qué todo ese trabajo, por qué todo ese trébol y la señora de Molina. Hubera sido preferible matar en seguida al conejito y... Ah, tendría usted que vomitar tan sólo uno, tomarlo con dos dedos y ponérselo en la mano abierta, adherido aún a usted por el acto mismo, por el aura inefable de su proximidad apenas rota. Un mes distancia tanto; un mes es tamaño, largos pelos, saltos, ojos salvajes, diferencia absoluta Andrée, un mes es un conejo, hace de veras a un conejo; pero el minuto inicial, cuando el copo tibio y bullente encubre una presencia inajenable... Como un poema en los primeros minutos, el fruto de una noche de Idumea: tan de uno que uno mismo... y después tan no uno, tan aislado y distante en su llano mundo blanco tamaño carta.
Me decidí, con todo, a matar el conejito apenas naciera. Yo viviría cuatro meses en su casa: cuatro -quizá, con suerte, tres- cucharadas de alcohol en el hocico. (¿Sabe usted que la misericordia permite matar instantáneamente a un conejito dándole a beber una cucharada de alcohol? Su carne sabe luego mejor, dicen, aun-que yo... Tres o cuatro cucharadas de alcohol, luego el cuarto de baño o un piquete sumándose a los desechos.)
Al cruzar el tercer piso el conejito se movía en mi mano abierta. Sara esperaba arriba, para ayudarme a entrar las valijas... ¿Cómo explicarle que un capricho, una tienda de animales? Envolví el conejito en mi pañuelo, lo puse en el bolsillo del sobretodo dejando el sobretodo suelto para no oprimirlo. Apenas se movía. Su menuda conciencia debía estarle revelando hechos importantes: que la vida es un movimiento hacia arriba con un click final, y que es también un cielo bajo, blanco, envolvente y oliendo a Lavanda, en el fondo de un pozo tibio.
Sara no vio nada, la fascinaba demasiado el arduo problema de ajustar su sentido del orden a mi valija-ropero, mis papeles y mi displicencia ante sus elaboradas explicaciones donde abunda la expresión «por ejemplo». Apenas pudee me encerré en el baño; matarlo ahora. Una fina zona de calor rodeaba el pañuelo, el conejito era blanquísimo y creo que más lindo que los otros. No me miraba, solamente bullía y estaba contento, lo que era el más horrible modo de mirarme. Lo encerré en el botiquín vacío y me volví para desempacar, desorientado pero no infeliz, no culpable, no jabonándome las manos para quitarles una última convulsión.
Comprendí que no podía matarlo. Pero esa misma noche vomité un conejito negro. Y dos días después uno blanco. Y a la cuarta noche un conejito gris.

Usted ha de amar el bello armario de su dormitorio, con la gran puerta que se abre generosa, las tablas vacías a la espera de mi ropa. Ahora los tengo ahí. Ahí dentro. Verdad que parece imposible; ni Sara lo creería. Porque Sara nada sospecha, y el que no sospeche nada procede de mi horrible tarea, una tarea que se lleva mis días y mis noches en un solo golpe de rastrillo y me va calcinando por dentro y endureciendo como esa estrella de mar que ha puesto usted sobre la bañera y que a cada baño parece llenarle a uno el cuerpo de sal y azotes de sol y grandes rumores de la profundidad.
De día duermen. Hay diez. De día duermen. Con la puerta cerrada, el armario es una noche diurna solamente para ellos, allí duermen su noche con sosegada obediencia. Me llevo las llaves del dormitorio al partir a mi empleo. Sara debe creer que desconfío de su honradez y me mira dubitativa, se le ve todas las mañanas que está por decirme algo, pero al final se calla y yo estoy tan contento. (Cuando arregla el dormitorio, de nueve a diez, hago ruido en el salón, pongo un disco de Benny Carter que ocupa toda la atmósfera, y como Sara es también amiga de saetas y pasodobles, el armario parece silencioso y acaso lo esté, porque para los conejitos transcurre ya la noche y el descanso.)
Su día principia a esa hora que sigue a la cena, cuando Sara se lleva la bandeja con un menudo tintinear de tenacillas de azúcar, me desea buenas noches -sí, me las desea, Andrée, lo más amargo es que me desea las buenas noches- y se encierra en su cuarto y de pronto estoy yo solo, solo con el armario condenado, solo con mi deber y mi tristeza.
Los dejo salir, lanzarse ágiles al asalto del salón, oliendo vivaces el trébol que ocultaban mis bolsillos y ahora hace en la alfombra efímeras puntillas que ellos alteran, remueven, acaban en un momento. Comen bien, callados y correctos, hasta ese instante nada tengo que decir, los miro solamente desde el sofá, con un libro inútil en la mano -yo que quería leerme todos sus Giraudoux, Andrée, y la historia argentina de López que tiene usted en el anaquel más bajo-; y se comen el trébol.
Son diez. Casi todos blancos. Alzan la tibia cabeza hacia las lámparas del salón, los tres soles inmóviles de su día, ellos que aman la luz porque su noche no tiene luna ni estrellas ni faroles. Miran su triple sol y están contentos. Así es que saltan por la alfombra, a las sillas, diez manchas livianas se trasladan como una moviente constelación de una parte a otra, mientras yo quisiera verlos quietos, verlos a mis pies y quietos -un poco el sueño de todo dios, Andrée, el sueño nunca cumplido de los dioses-, no así insinuándose detrás del retrato de Miguel de Unamuno, en torno al jarrón verde claro, por la negra cavidad del escritorio, siempre menos de diez, siempre seis u ocho y yo preguntándome dónde andarán los dos que faltan, y si Sara se levantara por cualquier cosa, y la presidencia de Rivadavia que yo quería leer en la historia de López.
No sé cómo resisto, Andrée. Usted recuerda que vine a descansar a su casa. No es culpa mía si de cuando en cuando vomito un conejito, si esta mudanza me alteró también por dentro -no es nominalismo, no es magia, solamente que las cosas no se pueden variar así de pronto, a veces las cosas viran brutalmente y cuando usted esperaba la bofetada a la derecha-. Así, Andrée, o de otro modo, pero siempre así.
Le escribo de noche. Son las tres de la tarde, pero le escribo en la noche de ellos. De día duermen ¡Qué alivio esta oficina cubierta de gritos, órdenes, máquinas Royal, vicepresidentes y mimeógrafos! Qué alivio, qué paz, qué horror, Andrée! Ahora me llaman por teléfono, son los amigos que se inquietan por mis noches recoletas, es Luis que me invita a caminar o Jorge que me guarda un concierto. Casi no me atrevo a decirles que no, invento prolongadas e ineficaces historias de mala salud, de traducciones atrasadas, de evasión Y cuando regreso y subo en el ascensor ese tramo, entre el primero y segundo piso me formulo noche a noche irremediablemente la vana esperanza de que no sea verdad.
Hago lo que puedo para que no destrocen sus cosas. Han roído un poco los libros del anaquel más bajo, usted los encontrará disimulados para que Sara no se dé cuenta. ¿Quería usted mucho su lámpara con el vientre de porcelana lleno de mariposas y caballeros antiguos? El trizado apenas se advierte, toda la noche trabajé con un cemento especial que me vendieron en una casa inglesa -usted sabe que las casas inglesas tienen los mejores cementos- y ahora me quedo al lado para que ninguno la alcance otra vez con las patas (es casi hermoso ver cómo les gusta pararse, nostalgia de lo humano distante, quizá imitación de su dios ambulando y mirándolos hosco; además usted habrá advertido -en su infancia, quizá- que se puede dejar a un conejito en penitencia contra la pared, parado, las patitas apoyadas y muy quieto horas y horas).
A las cinco de la mañana (he dormido un poco, tirado en el sofá verde y despertándome a cada carrera afelpada, a cada tintineo) los pongo en el armario y hago la limpieza. Por eso Sara encuentra todo bien aunque a veces le he visto algún asombro contenido, un quedarse mirando un objeto, una leve decoloración en la alfombra y de nuevo el deseo de preguntarme algo, pero yo silbando las variaciones sinfónicas de Franck, de manera que nones. Para qué contarle, Andrée, las minucias desventuradas de ese amanecer sordo y vegetal, en que camino entredormido levantando cabos de trébol, hojas sueltas, pelusas blancas, dándome contra los muebles, loco de sueño, y mi Gide que se atrasa, Troyat que no he traducido, y mis respuestas a una señora lejana que estará preguntándose ya si... para qué seguir todo esto, para qué seguir esta carta que escribo entre teléfonos y entrevistas.
Andrée, querida Andrée, mi consuelo es que son diez y ya no más. Hace quince días contuve en la palma de la mano un último conejito, después nada, solamente los diez conmigo, su diurna noche y creciendo, ya feos y naciéndoles el pelo largo, ya adolescentes y llenos de urgencias y caprichos, saltando sobre el busto de Antinoo (¿es Antinoo, verdad, ese muchacho que mira ciegamente?) o perdiéndose en el living, donde sus movimientos crean ruidos resonantes, tanto que de allí debo echarlos por miedo a que los oiga Sara y se me aparezca horripilada, tal vez en camisón -porque Sara ha de ser así, con camisón- y entonces... Solamente diez, piense usted esa pequeña alegría que tengo en medio de todo, la creciente calma con que franqueo de vuelta los rígidos cielos del primero y el segundo piso.

Interrumpí esta carta porque debía asistir a una tarea de comisiones. La continúo aquí en su casa, Andrée, bajo una sorda grisalla de amanecer. ¿Es de veras el día siguiente, Andrée? Un trozo en blanco de la página será para usted el intervalo, apenas el puente que une mi letra de ayer a mi letra de hoy. Decirle que en ese intervalo todo se ha roto, donde mira usted el puente fácil oigo yo quebrarse la cintura furiosa del agua, para mí este lado del papel, este lado de mi carta no continúa la calma con que venía yo escribiéndole cuando la dejé para asistir a una tarea de comisiones. En su cúbica noche sin tristeza duermen once conejitos; acaso ahora mismo, pero no, no ahora - En el ascensor, luego, o al entrar; ya no importa dónde, si el cuándo es ahora, si puede ser en cualquier ahora de los que me quedan.

Basta ya, he escrito esto porque me importa probarle que no fui tan culpable en el destrozo insalvable de su casa. Dejaré esta carta esperándola, sería sórdido que el correo se la entregara alguna clara mañana de París. Anoche di vuelta los libros del segundo estante, alcanzaban ya a ellos, parándose o saltando, royeron los lomos para afilarse los dientes -no por hambre, tienen todo el trébol que les compro y almaceno en los cajones del escritorio. Rompieron las cortinas, las telas de los sillones, el borde del autorretrato de Augusto Torres, llenaron de pelos la alfombra y también gritaron, estuvieron en círculo bajo la luz de la lámpara, en círculo y como adorándome, y de pronto gritaban, gritaban como yo no creo que griten los conejos.
He querido en vano sacar los pelos que estropean la alfombra, alisar el borde de la tela roída, encerrarlos de nuevo en el armario. El día sube, tal vez Sara se levante pronto. Es casi extraño que no me importe verlos brincar en busca de juguetes. No tuve tanta culpa, usted verá cuando llegue que muchos de los destrozos están bien reparados con el cemento que compré en una casa inglesa, yo hice lo que pude para evitarle un enojo... En cuanto a mí, del diez al once hay como un hueco insuperable. Usted ve: diez estaba bien, con un armario, trébol y esperanza, cuántas cosas pueden construirse. No ya con once, porque decir once es seguramente doce, Andrée, doce que serán trece. Entonces está el amanecer y una fría soledad en la que caben la alegría, los recuerdos, usted y acaso tantos más. Está este balcón sobre Suipacha lleno de alba, los primeros sonidos de la ciudad. No creo que les sea difícil juntar once conejitos salpicados sobre los adoquines, tal vez ni se fijen en ellos, atareados con el otro cuerpo que conviene llevarse pronto, antes de que pasen los primeros colegiales.

08 julho 2008

das chaves

uma chave que não se usa mais
deixou algo aberto ou fechado.

07 julho 2008

Ao mundo

Processo doloroso de entrar em mim mesma com uma lanterna, vasculhando todos os cantos. Tenho certeza que muitos ainda estão escuros, ocultos. Só me resta me conformar com os limites de cada processo. O resto da vida me espera pra encontrar meus outros cantos.
Entro em mim mesma à procura dos meus coelhinhos para vomitar. Quais são as coisas que moram dentro de mim e que precisam sair? Algumas saem sem que eu precise procurá-las, pequenas irrupções de mim mesma no mundo.
Mando guardanapos pelo garçom, informando a beleza que eu vejo. Vomito sobre o mundo o meu olhar. Talvez seja isso o que cada um de nós tem para dar ao mundo: o seu olhar. Vejo belezas em lugares inesperados, inacreditáveis para outros olhares. Informo. Me sinto impelida, quase obrigada a informar. Os objetos do meu olhar muitas vezes não recebem bem minhas declarações de encantamento. Confundem com outros encantamentos possíveis. Que seja. Não é possível dominar os usos e destinos do que oferecemos ao mundo. Isso não me incomoda exatamente, talvez me entristeça um pouco. Informar não é fácil, transpor o espaço que separa uma pessoa de bem de outra pessoa de bem.
Ofereço ao mundo meu visual pirulito. Foi a melhor definição que já me deram pra isso que governa minhas escolhas e combinações de roupas. Se isso serve pra alguma coisa? Não faço idéia. Isso não me cabe. Apenas sou essa pessoa, circulando por aí, com um visual pirulito. Cabe a outros olhares dar sentido a isso, seja lá qual for. Guardo dentro de mim uma pequena esperança de que meu modo de ser cause algo nas pessoas a meu redor. Se possível, algo de bom. Ou ruim. A gente também precisa de coisas que nos incomodem de vez em quando.
Na altura do meu estômago, tenho um buraco. Ele anda sempre comigo. Muitas vezes não o percebo. Outras vezes ele dói. Outras ainda, suga tudo em mim, se transforma em buraco negro. Como se dança isso? Como se dança o buraco que carrego na altura do estômago? Como o desperto sem que ele me sugue? Me movo a partir dele. Procuro o limite entre me colocar em cena e me colocar em terapia. Difícil.
Algumas coisas são difíceis, outras são bem fáceis. Escrever é fácil. Dançar é difícil. Decidir como dançar o que se quer dançar é difícil. Mostrar aos outros o que decidi dançar e como decidi dançar dá medo. Se colocar como objeto de outros olhares dá medo. Que venham.
Ofereço ao mundo a minha coragem. É preciso coragem para dançar seu buraco na altura do estômago. Mais coragem para mostrar isso a outros olhares. Dizer sim, isso é meu, é assim, e eu decidi dançar desse jeito a partir disso. Dá medo de não ser compreendida, de não ser respeitada, essa coisa toda de se colocar como que nua na frente dos outros.
Ao mundo meu caos que dá à luz uma estrela dançante. É sempre um caos aqui dentro, não posso evitar. Até aprendi a gostar dele. A estrela dançante paga o preço do caos. Não abro mão. Nada me toca do mesmo jeito.
Ofereço ao mundo minha inconstância. Me é extremamente difícil manter o ritmo das coisas, me manter num ritmo compatível com o do mundo. Me esforço. Me esforço tanto que canso. Chega o dia em que eu preciso descansar, então hiberno. Faço uma viagem para dentro de mim, saio completamente do mundo em que as outras pessoas vivem. Desapareço. Faço um esforço enorme pra voltar, nunca sem prejuízos.
Meu esforço. Isso eu ofereço ao mundo. Ao mundo ou a mim mesma? Limite difícil esse. Ofereço a mim mesma, sim. Mas esse é o princípio de oferecer ao mundo, não? Considerando que afeto quem estiver à minha volta, mesmo que eu não perceba, algo que eu ofereça a mim é oferecido indiretamente ao mundo. Enfim, é o que eu penso. Esse é meu caos de pensamento. Ainda bem que dá em estrela dançante.
Neste ponto, faz muito sentido a necessidade de pedir contribuições de pessoas que me conheçam. Gostaria que elas me dissessem coisas que ofereço sem perceber, sem querer. Pode ser bastante proveitoso. Isso também dá medo. Ainda bem que tem a coragem.
O resto fica pra depois. Ia dizer que ofereço minhas desistências. É verdade, desistências moram em mim. Esforços e desistências. Esforço e cansaço. Mas esta aqui
é só uma pausa.